Estamos en pleno período de carnaval. Aunque estrictamente hablando los tres días de Carnestolendas (ad carnes tollendas: literalmente “para retirar las carnes”, de donde viene el catalán Carnestoltes) son el domingo, lunes y martes de la antigua Quincuagésima (es decir, los que preceden al miércoles de Ceniza), la costumbre popular los ha alargado, sea anticipando los festejos como prolongándolos. En Venecia, desde la época de la Serenísima República, era carnaval gran parte del año, debido a las peculiares características de la ciudad de los canales, puente entre Occidente y el lujuriante y sibarita Oriente. Durante el carnaval la gente se comporta de manera más desenvuelta que en el resto del año; podría decirse que se aflojan las bridas de la moral, lo cual en no pocas ocasiones lleva a un verdadero y auténtico desenfreno, amparado por el anonimato de las máscaras y los disfraces. La Iglesia toleró no, por supuesto, el libertinaje, pero sí la desenvoltura y cierto desahogo del rigor en las costumbres. Y lo hizo porque es sabia Madre que conoce la naturaleza humana, con la cual a veces hay que aflojar. Para que después digan que ha sido represora y tirana de las conciencias…
El carnaval juega con el equívoco y la ambigüedad: de ahí la costumbre de embozarse o disfrazarse y hasta de travestirse. Hay carnavales que se han hecho célebres por el despliegue de refinamiento en los atuendos, como el ya citado de Venecia, el de Viareggio y el de Niza. En Cataluña está el ya célebre carnaval de Sitges, mientras en el resto de España los más importantes, sin duda, son los de Cádiz y las Canarias. En todos ellos se llevan a cabo desfiles con carros alegóricos, que imitan a los antiguos corsi italianos (en roma, la Via del Corso recuerda el empleo que se daba a esta importante arteria de la Urbe). Otro carnaval célebre –y a nivel mundial– es el de Rio de Janeiro en el Brasil, aunque en éste predomina la sensualidad desbocada sobre lo artístico. En fin, queda por referirse a las paradas festivas y reivindicativas de ciertos colectivos inspiradas en el carnaval y que normalmente degeneran en ataques contra el orden tradicional y la Iglesia. De lo lúdico, elegante e insinuante se termina por desembocar en lo agresivo, zafio y descarado.
Antiguamente, para contrarrestar los excesos que podían producirse durante estas fiestas se organizaba en nuestras iglesias la exposición de las Cuarenta Horas, en desagravio al Santísimo Sacramento y como alternativa para los fieles que no querían tomar parte en ellas. Era una manera de interceder por tantas almas que se disipaban en esos días para que no se perdieran o volvieran al recto camino. Se tenía adoración continua hasta el miércoles de Ceniza de manera ininterrumpida o al menos durante todo el día dese la mañana a la noche, reservándose el Sacramento antes de cerrar la Iglesia durante las horas nocturnas para volver a exponerlo al día siguiente después de la primera misa. Se hacían tandas de adoradores para asegurarse que no quedaba sola la custodia e incluso se organizaba la guardia de honor. Era el tiempo propicio para rezar los Siete Salmos Penitenciales y las Letanías de los Santos, preciosas preces de intercesión que desgraciadamente han desaparecido prácticamente de la vida litúrgica y de piedad. Ni qué decir tiene que los predicadores tronaban en los púlpitos contra la relajación y la disolución del momento (quizás, a veces, con un tanto de exageración pero con celo genuino por la salvación de las almas).
Hoy, por supuesto, no queda ya nada de eso. Si recorremos las iglesias de nuestras diócesis, rarísima será la que tenga el jubileo de las Cuarenta Horas (a no ser que le toque por turno). La idea de que hay que reparar los pecados que se cometen en este período está completamente desacreditada. Tanto más en las grandes ciudades, cada vez más indiferentes a la Religión y paganizadas debido a un cosmopolitismo indiscriminado sin raíces en la antigua civilización cristiana. Parece ser que hoy se trata de lo contrario: de hacer gala de descreimiento y de disipación. Y ya no sólo pasa con motivo del carnaval: cualquier festividad por muy religiosa que sea se convierte en una simple ocasión de entregarse al ocio, pero no al otium nobile de los Antiguos para enriquecer el espíritu, ni al descanso festivo que prescribía la Religión para honrar a Dios, sino al ocio del que se ha hecho una cultura sin ningún referente a la sabiduría clásica ni al cristianismo. Pareciera que toda la vida se ha vuelto un carnaval en el peor de sus sentidos.
Nos encantaría que en nuestras curias episcopales, en los que hay tantas comisiones que todo lo estudian, se tomaran alguna vez la molestia de considerar la oportunidad de volver a establecer los ejercicios de desagravio en tiempo de carnaval. Hoy más que nunca es necesario volverse a Jesucristo en la Eucaristía de donde nos viene la fuerza para combatir el bonum certamen. Y ello es así porque no se puede negar que existe un espíritu de inspiración luciferina que todo lo invade y con tanta más eficacia cuanto que la gente, por lo común, ni siquiera cree ya en el Diablo. En todas las edades y tiempos ha habido maldad. Hoy hay maldad recrudecida, pero, además hay el cinismo de la maldad. Antes el obrar mal estaba mal visto; hoy es al contrario. Y es que nos hemos acostumbrado al mal y a que crímenes horrendos como el aborto ocurran todos los días dejándonos impertérritos. No es casual tampoco que mocosos llegados de golpe y abruptamente a la adultez sin pasar por la adolescencia cometan barbaridades y maten a sangre fría, quedándose después tan tranquilos: como si jugaran al carnaval, ni más ni menos, pero un carnaval siniestro.
Nuestros pastores deben tomar el toro por las astas y volver a advertirnos contra el pecado y el desorden moral y estos días son los propicios. No vale que miren a otro lado porque su palabra es incómoda a “esta generación perversa”, ni vale que piensen –con falso optimismo– que después de todo la cosa no está tan mal: está peor. Hoy la penitencia y el sacrificio no están de moda. Sacrificio y abnegación son lo que hacen que todo se perdone y se soporte mutuamente. Quitemos estas ideas y no queda más que la rabia contenida que desfoga por donde menos se piensa. Cuando nadie quiere sacrificar nada ni renunciar a nada no hay ya esperanza y vienen las incomprensiones, los abusos, los maltratos y los asesinatos. Por eso, es necesario reconquistar al pueblo cristiano mediante la prédica y la práctica de la penitencia y el fomento del espíritu de sacrificio, el que nos enseña Jesucristo, víctima del sacrificio de la Cruz y del altar, que se queda en la Hostia para darnos ejemplo y señalarnos el camino estrecho que lleva a la salvación. Adorémosle en estos días, si no en público, privadamente, pero no dejemos de visitarle y, aunque suene trasnochado, de orar por los que le olvidan especialmente en estos días del año.
Aurelius Augustinus
Fuente: Germinans Germinabit (http://www.germinansgerminabit.org/)
Versión ligeramente adaptada a este blog con permiso del autor
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