EL NACIMIENTO DEL HIJO DE DIOS EN BELÉN
En aquella época salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a empadronarse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Mientras se encontraban en Belén, se le cumplieron los días del parto; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en el mesón. En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Ángel les dijo: «No temáis, porque os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Y junto con el Ángel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él» (Luc. II, 1-14).
Consideremos, en primer lugar, la circunstancia del nacimiento de Jesús. Él debía aparecer como el heredero de la Casa de Jacob y de la dinastía davídica, a las cuales estaban vinculadas las grandes promesas mesiánicas. Por eso, ya no sólo José le acepta como su hijo, desistiendo de repudiar a su Madre, con lo que legalmente vendrá a ser hijo suyo (de quien es el huerto es la flor que en él nace), sino que oficialmente, para el Imperio Romano, la potestad legítima que gobierna en aquel momento, el Niño que nacerá será registrado en el censo como hijo de José, reforzándose así, a los ojos de los hombres, su estirpe regia (que, por la carne, ya le venía de María). Todo sacerdote, a imitación de Cristo, debe, pues, aparecer como otro Cristo, con los atributos de su realeza, que es sobre todo espiritual y de la cual participa de modo especial en virtud de su ordenación. Esa realeza la ejerce juzgando en el tribunal de la penitencia y dirigiendo a las almas y santificándolas para que formen parte del reino de Jesucristo, que no es de este mundo, pero está en este mundo y empieza a incoarse aquí.
Fijémonos en el dato que nos aporta el evangelista. Jesús debe nacer en una cuadra de animales “porque no hubo lugar en el mesón”. Se puede imaginar que con el empadronamiento en curso, los albergues debían estar llenos. Ni siquiera el estado de avanzada gravidez de María hizo conmoverse a los posaderos por el caos y las preocupaciones de una clientela ya colmada. De modo que Ella y José se ven obligados a buscar cobijo y lo encuentran en el lugar donde se guardan los animales domésticos. Hay que decir, sin embargo, que en esa época la familiaridad con las criaturas irracionales era mucho mayor que hoy, cuando, sumergidos en una sociedad urbanita y de confort no estamos en contacto ya con la naturaleza. Las familias convivían con sus animales, por lo que no es tan extraordinario ni raro el que Jesús naciera entre ellos por no haber acomodo en las habitaciones normales. Esto nos mueve a una doble reflexión.
En primer lugar, ¡cuántas veces llama el Señor a la puerta de nuestras almas y no le respondemos o le cerramos la puerta, diciéndole: “no hay sitio para Ti”! Lo hacemos cada vez que llenamos nuestra posada interior con otra clase de huéspedes, que nos distraen de dar hospitalidad a Quien realmente tiene derecho a ella, a una hospitalidad total, incondicional y diligente. Tenemos nuestros espíritus ocupados en tantas cosas, en tantos activismos, en tantas vanidades, en tantas disputas y tantos afanes y cuidados, que cuando pasa Jesús lo despachamos porque no tenemos lugar para Él. Y no pide mucho: un corazón sencillo y limpio donde poder nacer. Claro, si lo tenemos ocupado, si no está disponible, pasa de largo y se marcha adonde sí es recibido. Normalmente es la soberbia la que nos impide ver a quién le estamos cerrando la puerta. Pagados como estamos de nosotros mismos no sabemos reconocer la voz inconfundible de Dios que llama y volvemos a las preocupaciones que nos tienen ocupado el sitio. ¡Qué triste que, como María y José en Belén, el Señor tenga que buscar otros lugares donde ser acogido!
Y esos lugares son los corazones de los sacerdotes humildes, despojados de todo artificio, mansos como el buey y la mula que dieron con sus generosos vagidos el primer calor al Niño Jesús, cálidos por el fuego de la fe inquebrantable. Sí, el Mesías nació en el portal de un establo, entre sus criaturas más humildes, como humildes deben ser sus ministros para saber recibirle y acogerle, darle abrigo y cobijo. La paja del pesebre sobre la que se acurrucó al Niño Divino nos muestra a qué se adaptó para nacer: a lo más pobre y a lo más simple, y nos hace pensar en la vanidad de tantas cosas de las que nos preocupamos y por las que nos desvivimos, y que nos hacen olvidar desgraciadamente a Aquel que desearía encontrar posada en nosotros, para nacer y renacer cada vez. Para los sacerdotes, esta inhabitación de Jesús es tanto más importante cuanto que ellos, por los poderes sublimes del sacramento del orden, hacen nacer a Jesucristo en la misa. Cada vez que consagran se realiza el mismo milagro: Cristo viene al mundo con Su Carne y con Su Sangre, con Su Alma y con Su Divinidad. Antes de ser Calvario, el altar es Portal de Belén.
Otro dato que puede prestarse a la meditación es la doxología de los Ángeles en el Cielo, después de anunciar a los pastores (es decir, a los más humildes en primer lugar) el nacimiento del Mesías: “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de la buena voluntad!”. Estas palabras resumen maravillosamente cuál es el objeto y cuál es la misión del sacerdocio católico: dar gloria a Dios y dar paz a los hombres. El culto divino, especialmente la Santa Misa, es un culto latréutico, de adoración y alabanza a Dios. Mediante dicho culto, la criatura rinde homenaje a su Creador y reconoce su absoluta dependencia respecto de Él, le da gloria y gracias por sus bondades y su providencia. Pero también el sacerdote, cuando oficia en el culto, hace de intermediario entre Dios y los hombres a los que ama y restaura las relaciones entre ellos, rotas por el pecado; es decir, pone paz, tiende puentes. Por eso, la epístola a los Hebreos, llama “pontífices” a los sacerdotes, porque levantan los puentes que comunican a los hombres con Dios. Es por ello por lo que la misa, además de ser sacrificio latréutico y de acción de gracias, es también sacrificio propiciatorio e impetratorio. El nacimiento de Cristo sobre el altar y su incruenta pero real inmolación nos permite poder dirigirnos a Dios nuevamente y pedirle cuanto necesitamos, además de adorarlo, alabarlo y darle gracias. Lo que Jesús empezó naciendo en Belén, lo continúa hoy y hasta el fin del mundo en nuestras iglesias.
Y aquí cabe, en fin, un pensamiento sobre María y José, que se nos presentan como modelos sacerdotales, ya que hacen contribuyen con el plan salvífico de Dios en la Encarnación, de modo semejante a como se espera que los sacerdotes contribuyan a ese mismo plan salvífico renovando cada día el misterio de la Encarnación consumado mediante la Redención del sacrificio supremo.
El altar es Portal de Belén y Calvario
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