domingo, 31 de enero de 2010

Mes de febrero, dedicado al fomento de la vida consagrada




Este mes de febrero se abre con una de las festividades más hermosas y populares de la liturgia romana: la Purificación de Nuestra Señora y la Presentación del Niño Jesús en el Templo, más conocida como la Candelaria. Se trata de una de las más antiguas celebraciones marianas, aunque su carácter es más cristológico, pudiendo ser rastreada hasta la célebre Peregrinatio de Eteria, que asegura que se celebraba en Jerusalén ya a mediados del siglo IV con el nombre de Quadragesima Epiphaniae (Cuaresma de Epifanía), en razón de los cuarenta días prescritos por la ley mosaica para la presentación de un neonato y la purificación de su madre. Como en aquella época la fecha de la Navidad estaba fijada el 6 de enero (y lo continúa estando en Oriente), esta fiesta tenía lugar el 14 de febrero, es decir el cuadragésimo día. Más tarde, al cambiarse definitivamente la Navidad al 25 de diciembre, pasó a celebrarse el 2 de febrero. En un principio fue una festividad circunscrita al patriarcado de Jerusalén y a las comunidades monásticas de Palestina y Siria, pero a inicios del siglo VI se extendió al patriarcado de Constantinopla (donde se celebraba magníficamente en la iglesia de la Blanquerna). En 542, Justiniano ordenó que se celebrara en todo el Imperio.

El origen de la Candelaria en Roma no está claro, pero ciertamente proviene de Oriente, sea por influjo del decreto justinianeo, sea por haberla introducido –según el Liber Pontificalis– el papa Sergio I, griego de origen. Los antiguos calendarios romanos la llaman Hypapante (“el encuentro”). Hasta su inclusión en el sacramentario gelasiano a esta fiesta no se la llamó “de la Purificación”, denominación de origen galicano y que expresa el giro mariológico que experimentó su celebración. La bendición y procesión de candelas no consta como rito propio de ella en Occidente sino desde el siglo X, siendo descrito en el sacramentario de Corbie, dedicado al abad Ratoldo (945-986). En Oriente había sido introducido por la matrona romana Ikelia, fundadora del monasterio de Palaion Kathisma (a medio camino entre Belén y Jerusalén). En Roma aparece la bendición de candelas por primera vez en el Ordo del canónigo Benedicto, que data del siglo XII.


El rito propio de la Purificación y Presentación consta de tres partes: la bendición de las candelas, la procesión con ellas y la misa. No vamos a ocuparnos aquí de las particularidades litúrgicas de cada una, porque no es nuestro cometido en estas líneas; nos fijaremos, más bien, en el simbolismo que encierran. Comencemos por el de la bendición de las candelas y la procesión con ellas. El cirio siempre se ha visto como un símbolo de Jesucristo. En efecto, está hecho (o debe estarlo normalmente) de cera de abeja formando como una vara alargada alrededor de un pabilo, que es el que se enciende para que el cirio, consumiéndose, dé luz. Sabemos que la cera la producen las abejas obreras, que son vírgenes. ¡Hermosa analogía! Porque la vara de cera representa el cuerpo santísimo de la Humanidad de Jesucristo, producido todo él de la substancia purísima de la Virgen María, y el pabilo que está en su interior simboliza su alma inmaculada, mientras el fuego que enciende el cirio no es sino figura de la Divinidad del Verbo que se une hipostáticamente a la Humanidad del Hijo de María, siendo así “luz para iluminación de las gentes”, según lo profetizado por Simeón. Esa “luz del mundo” es la que llevamos en procesión, como queriendo indicar la voluntad salvífica de Cristo que llega a todos los que lo reciben.

La misa gira toda ella en torno a las nociones de presentación y consagración a Dios. En la colecta pedimos a Dios que, así como su Divino Hijo se presentó en el templo, así también sus fieles nos presentemos purificados ante su presencia. Pero esta presentación no es un mero ponerse en la presencia de Dios, no. Es un verdadero y propio ofertorio. Siguiendo la ley de Moisés, el Niño Jesús, como todo primogénito, es presentado a Dios como don por sus padres, en un acto genuino de oblación sacrifical; sólo que, en substitución del infante, se ofrecen animales, ya que no se admiten los sacrificios humanos. La Presentación de Jesús en el Templo viene a ser, pues, como el Ofertorio de la Misa de su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección. A esto se refiere la epístola a los Hebreos (X, 5-10):

“Ideo ingrediens mundum dicit : Hostiam et oblationem noluisti : corpus autem aptasti mihi : holocautomata pro peccato non tibi placuerunt. Tunc dixi : Ecce venio : in capite libri scriptum est de me : Ut faciam, Deus, voluntatem tuam. Superius dicens : Quia hostias, et oblationes, et holocautomata pro peccato noluisti, nec placita sunt tibi, quæ secundum legem offeruntur, tunc dixi : Ecce venio, ut faciam, Deus, voluntatem tuam : aufert primum, ut sequens statuat. In qua voluntate sanctificati sumus per oblationem corporis Jesu Christi semel” (Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo - pues de mí está escrito en el rollo del libro - a hacer, oh Dios, tu voluntad! Dice primero: Sacrificios y oblaciones y holocaustos y sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron cosas todas ofrecidas conforme a la Ley entonces añade: He aquí que vengo a hacer tu voluntad. Abroga lo primero para establecer el segundo. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo).


"Dominus pars haereditatis meae et calicis mei:
Tu es qui restitues haereditatem meam mihi"

Ahora se comprende por qué la festividad de la que nos ocupamos ha sido puesta en relación con la vida consagrada, es decir, la de los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos dedicados al servicio de Dios. Cada uno de ellos, a imitación de Jesucristo, hace especial oblación de su vida a Dios para servirle y cuidarse de sus cosas hasta la muerte. Tradicionalmente es el 2 de febrero el día en el que se confiere la prima tonsura, es decir el rito que antiguamente hacía entrar al que lo recibía en la clericatura, es decir en el estado propio de los separados para Dios. De acuerdo con el nuevo Derecho Canónico, no se entra en ella hasta recibir el diaconado, pero allí donde el hermoso rito de la tonsura se conserva (en los institutos que tienen como propio el rito romano clásico) sigue significando una segregación del mundo para consagrarse a Dios. Éste es también el día en que los postulantes y las postulantes de muchas órdenes y congregaciones religiosas son recibidos en el noviciado, que es cuando la ofrenda de sus vidas para el divino servicio es aceptada oficialmente por la Iglesia.

La vida del cristiano debe configurarse con Cristo: ¡cuánto más la de sus consagrados! Deben ser ellos, como su Maestro, luz del mundo, que no debe ser puesta bajo el celemín, sino que debe alumbrar al prójimo para colaborar así en su salvación. De ahí que sea una costumbre que los seminaristas y postulantes religiosos lleven un cirio encendido a la hora de hacer su ingreso en el templo para consagrarse a Dios. El cirio les recuerda a Jesucristo, que es quien debe desde ahora vivir en ellos en lugar de ellos mismos. Sus vidas desde entonces ya no deben reflejar sus propias miras e intereses, sino la luz de Cristo, que ilumina a todas las gentes para su salvación. Pero para ello, deben purificarse, no como María (pues la Santa Madre de Dios no lo necesitaba), pero sí a imitación suya: con humildad, sujeción a la voluntad de Dios y total entrega, con mansedumbre, tal y como se significa por las dos tórtolas de la ofrenda. Y no se olvide a José, el custodio del gran misterio de la redención. De él los consagrados deben aprender el celo por el cuidado de las cosas de Dios y el ponerse completamente a la disposición del Señor como instrumento de su voluntad, que no otra cosa hizo el glorioso Patriarca.

De esta manera y con este espíritu, ojalá que los que consagran su vida a Dios puedan llegar a extrema ancianidad, hablando de Jesús a todo el mundo, como la profetisa Ana, y andar en paz como Simeón, después de ver la salvación prometida y preparada ante la faz de todos los pueblos. Este mes de febrero está todo él impregnado del espíritu de la Candelaria y es, por lo tanto, propicio para dedicarlo a promover la vida consagrada, con nuestras oraciones, sacrificios y ayuda material, sosteniendo la obra de las vocaciones y las misiones.

Ofrezcamos, pues, a Dios por medio de María, nuestras plegarias pidiendo:

a) Por las vocaciones sacerdotales y religiosas;
b) Por la santificación y perseverancia del clero, y
c) Por las misiones católicas en el mundo entero.

Y oigamos y encarguemos misas votivas de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y para la propagación de la Fe. Una práctica muy recomendable es la de los primeros Jueves de Mes o Jueves Sacerdotales, que explicaremos dentro de dos días, en este próximo primer jueves de Febrero. Y todos consagrémonos a Jesús por medio de María para que cada uno, a su manera, viva su vida cristiana con espíritu de oblación a Dios y para su gloria.